En análisis El Hombre Invisible: La carne que no se ve

Análisis de películas
Publicado: 16 Marzo 2020
Escrito por Jorge Rodríguez Patiño

El tema de la angustia en la novela de H. G. Wells y en su más reciente adaptación cinematográfica

Publicada por primera vez en 1897, El hombre invisible, de H. G. Wells es una novela que se ha prestado a diversas interpretaciones. Por un lado, podemos abordar la obra desde un punto de vista filosófico, ahondando en temas como la identidad y la naturaleza humana.

La novela hace que el lector se pregunte constantemente: ¿Qué significa ser humano?

«Esto no es un hombre. Son solo ropas vacías», exclama incrédulo el tendero Huxter antes de estirar la mano y toparse con el rostro invisible de Griffin.

Sus palabras pueden interpretarse como simple recelo: hasta ese punto, Huxter aún se inclina a creer que sus compañeros, en su ofuscación, a lo único que se enfrentan es a un conjunto de prendas. No obstante, la primera frase puede leerse como algo distinto. Un rostro que no es visible impide la identificación del otro.

Por tanto, el escepticismo de Huxter puede leerse como algo quizás más profundo: de cierta forma, el hombre no está negando la existencia de ese ser. Lo que está negando, en realidad, es su humanidad. Acaso el invisible Griffin le resulta más semejante a un fantasma que a un hombre. Una oquedad que por incorpórea debe ser inhumana.

En otras palabras, lo que la incredulidad de Huxter expresa es la turbación que le produce el saber que Griffin ha perdido es su yo. Pues ¿cómo puede un hombre andar por la vida sin un yo?

el invisible Griffin

La desesperación de no tener un yo

En su libro, La enfermedad mortal, Kierkegaard nos habla de la desesperación de no tener un yo. Para el filósofo danés, el hombre no es «uno» desde el inicio, sino un compuesto que tiene como tarea llegar a ser individuo. Este proceso solo se alcanza cuando el hombre logra hacer una síntesis entre su finitud y su infinitud, es decir, cuando logra integrar lo temporal y lo eterno.

La finitud es el cuerpo, lo temporal, lo que muere, y está determinado por la necesidad. Pero el hombre no solo es finitud, posee un alma que es infinita y está determinada por el Absoluto —en este caso, Dios—. Por tanto, cuando el individuo le da la espalda a su infinitud —a lo Absoluto— se desespera porque se ha traicionado a si mismo.

Si bien la formulación de Kierkegaard poco tiene que ver con este análisis, resulta conveniente aludir a ella porque nos muestra la incapacidad del yo para alcanzar una identidad armónica, con el consecuente sentimiento de desesperación que de ello se deriva.

Un poco más adecuado resulta el concepto de Lacan denominado el Estadio del espejo.

Al igual que Kierkegaard, el francés considera que el individuo, al principio de su desarrollo, no es «uno», sino que sus primeras experiencias vitales son las de un cuerpo despedazado. Cada trozo experimenta de forma independiente y desordenada. De igual modo, el niño percibe estos fragmentos como objetos parciales que no están relacionados entre si.

Es solo cuando alcanza cierto nivel de desarrollo que el niño puede percibirse como una unidad. Así, al mirarse al espejo, celebra la aparición de su imagen con fascinación. Esta atracción representa la identificación del niño consigo mismo, desarrollándose el yo como instancia psíquica. La constitución del yo como primera identificación.

Niño ante un espejo

Dicho de otra forma, antes de la fase del espejo, el niño no ha visto nunca su cara ni su cuerpo completo, no ha podido sentirse como un yo. De pronto, la imagen en el espejo lo representa.

No nos equivocamos cuando advertimos, en esta etapa, el surgimiento de un narcisismo primario, un estado en el que el niño organiza y vuelca todo su libido sobre sí mismo. En última instancia, esta integración narcisista puede interpretarse como una defensa contra el estadio previo, donde el cuerpo se encuentra despedazado; es decir, una defensa del individuo contra un mundo hostil y caótico que le perturba.

Desde luego que para reconocerse como uno en la imagen del espejo, se necesita al Otro. Es decir que hay un otro, casi siempre detrás, o al lado que le dice al niño «ese eres tú». Por mucho que el niño se mire en el espejo o que esté entre otros niños, no conseguirá apropiarse de su imagen corporal sin la ayuda de ese Otro — fundamentalmente la madre—, que le asegura que la imagen reflejada en el espejo le corresponde y que además es su objeto de deseo más preciado.

De esta forma, el niño puede construir un yo, una primera identidad para enfrentar la angustia inicial de la fragmentación corporal. «Yo soy el objeto de deseo de mi madre, por lo tanto, existo y tengo un lugar en el mundo».

La vivencia del cuerpo se hace, entonces, soportable. El niño se pone contento de verse, de percibirse a si mismo. No obstante, cada cierto tiempo, cuando algo del estado original retorna, la imagen se resquebraja y entonces acontecen todo tipo de fenómenos.

Esto ocurre porque, aunque el individuo, en primera instancia, disfrute de verse a si mismo, sigue estando a merced del mundo que le rodea. El niño sigue teniendo hambre, sigue necesitando cuidados, afectos, necesita sentirse seguro y protegido. Si bien la imagen en el espejo ha hecho tolerable la vivencia de su cuerpo, también hace que ahora le sea posible identificar las exigencias que habitan en ese cuerpo.

Esto nos prefigura en la idea freudiana del Ello, ese algo que empuja, que exige y que mueve más allá de lo que el sujeto querría conformar con su imagen.

Podríamos decir que el yo se conforma con la imagen, pero el ello no se deja vestir con ninguna imagen. Cuando el niño se percibe en su reflejo, percibe también algo que no es imagen. Algo que no es yo. El hambre, el frío o la sed le indican que hay algo que su imagen en el espejo no logra reflejar. Es algo que percibe como caótico, que rompe la armonía.

Lacan plantea que la relación con el espejo es dual y culmina en la horripilante confrontación con el abismo de lo Real:

La carne que uno nunca ve, el fundamento de las cosas, el otro lado de la cabeza, del rostro, las glándulas secretorias par excellence, la carne de la que todo exuda, en el corazón mismo del misterio, la carne en cuanto sufrimiento, carece de forma, en cuanto su forma en sí misma es algo que provoca angustia.[1]

En broma, Slavoj Žižek decía que «los vampiros son invisibles al espejo por que han leído a Lacan y saben cómo evitar esta separación dolorosa entre el yo y el ello». Es evidente que algo semejante ocurre con Griffin en El hombre invisible.

Desempeñando un papel

En su libro Maps of Utopia: H.G. Wells, Modernity, And The End Of Culture, el investigador Simon J. James menciona que Griffin realiza una suerte de proceso inverso al Estadio del espejo de Lacan. Mientras se mira al espejo, Griffin comienza a ver como su imagen se va desdibujando hasta que finalmente solo queda un poco de pigmento detrás de la retina de sus ojos, una mancha apenas más tenue que la niebla.

desvanecimiento del hombre invisible

A partir de ese momento, Griffin comienza a alimentar la falsa creencia de que eludiendo el escrutinio público podrá también escapar de las exigencias de su propio cuerpo. En cierto punto, el hombre invisible le dice a Kemp, su viejo compañero de la universidad, lo siguiente:

Era invisible y me estaba empezando a dar cuenta de las extraordinarias ventajas que me ofrecía serlo. Empezaban a rondarme por la cabeza todas las cosas maravillosas que podía realizar con absoluta impunidad.

De este modo, Griffin pierde la contención de su Superyó y de su Yo, volviéndose solo Ello, tal y como se expresa en la siguiente cita:

—¡Está loco! —dijo Kemp—. No es un ser humano. Es puro egoísmo. Tan solo piensa en su propio interés, en su salvación. […] Ha herido a varios hombres y empezará a matar, a no ser que podamos evitarlo. Cundirá el pánico. Nada puede pararlo y ahora se ha escapado... ¡completamente furioso!

El analista Otto Kernberg, define el trastorno antisocial como el trastorno narcisista con una extrema ausencia de las funciones del superyó. Podemos advertir que esto ocurre precisamente en Griffin. En el momento en el que es despojado de su yo, puede dar rienda suelta a su impulso destructivo.

A pesar de esto, el hombre invisible es incapaz de escapar de la realidad de su cuerpo y el mundo hostil que le perturba. Aun siente hambre y frío. «Solo quería resguardarme de la nieve, abrigarme y calentarme», le confiesa Griffin a su compañero.

En la obra ya citada, Simon J. James sugiere que la megalomanía de Griffin —con sus planes de dominación mundial incluidos— son frustrados por las necesidades básicas de comer, dormir y resguardarse de las inclemencias climáticas.

Aunque le resulte inconveniente, Griffin permanece sujeto a las leyes de la física y su invisibilidad queda comprometida por las circunstancias, por ejemplo, cuando se alimenta.

Estaba en ayunas, pero, si comía algo, me llenaba de materia sin digerir y me hacía visible de la forma más grotesca.

Invisible, Griffin existe únicamente como un conjunto de necesidades, pero, paradójicamente, sin una identidad visible carece de los medios adecuados para satisfacerlas.

Y no te puedes imaginar la desesperación, Kemp, de estar oliendo aquel café y tenerme que quedar de pie, mirando cómo el hombre volvía y se ponía a desayunar.

Cuanto más lo pensaba, Kemp, más me daba cuenta de lo absurdo que era ser un hombre invisible en un clima tan frío y sucio, y en una ciudad colmada con tanta gente.

En consecuencia, Griffin se ve obligado a disfrazarse para sobrevivir.

Al respecto, Simon J. James nos menciona que H. G. Wells pone una gran atención a la ropa como significante de la identidad y a cómo este proceso puede ser alterado por el dinero y la clase social.

el hombre invisible 1933

Omnium, el almacén en el que Griffin se refugia poco después de volverse invisible, representa la satisfacción de todos los deseos del consumidor promedio. No obstante, aun siendo invisible, el personaje desde su clase social inferior se siente sujeto a escrutinio. Su fracaso en el almacén es seguido por el robo de un vestuario teatral, como una representación de que la identidad, cuando no puede ser producida de forma natural, al menos puede ser simulada.

Lo que hace Griffin es tan solo «desempeñar un papel», de acuerdo a su mandato simbólico. Y es que aún siendo invisible, Griffin sigue necesitando la mediación del Otro para definir su identidad.

Antes de realizar aquel loco experimento, había imaginado mil ventajas; sin embargo, aquella tarde, todo era decepción. Empecé a repasar todas aquellas cosas que los hombres consideran deseables. Sin duda, la invisibilidad me iba a permitir conseguirlas, pero, una vez en mi poder, sería imposible disfrutarlas. […] ¿De qué sirve la opulencia si no puedes presumirla?

¿A qué me iba a dedicar? ¡Me había convertido en un misterio embozado, en la caricatura vendada de un hombre!

¿Qué quieres de mi?

Lo que resulta interesante en la más reciente adaptación fílmica de la novela de H. G. Wells, El hombre invisible (The Invisible man, Leigh Whannell, Australia-Estados Unidos-Reino Unido-Canadá, 2020) es que el argumento no se centra en el hombre invisible en sí, sino en su pareja, Cecilia Kass (Elisabeth Moss).

Adrian Griffin (Oliver Jackson-Cohen) es un famoso ingeniero especializado en óptica que ha logrado crear un traje que le permite hacerse invisible. Narcisista —como también lo es el personaje de la novela de Wells—, Griffin es además controlador, y suele abusar física y psicológicamente de Cecilia.

Cuando ella logra huir de casa, él aparentemente se suicida. No obstante, Cecilia cree que su obsesión por ella es tal que incluso sería capaz de fingir su propia muerte para seguir controlándola.

Después de varios sucesos inexplicables, la chica se convence de que todo se trata de un plan bastante elaborado por parte de Griffin, quien, lejos de toda duda, ha logrado perfeccionar su invento solo para atormentarla. Por supuesto, nadie más le cree.

el hombre invisible escena 1

El argumento, a simple vista, es ridículo: un talentoso científico que prefiere renunciar a la vida pública —así como al dinero y prestigio que con toda certeza su invento revolucionario le proporcionarían—, con el único propósito de atormentar a su pareja.  No solo esto, sino que el filme está colmado de agujeros argumentales e incoherencias.

Pero más allá de la crítica o de la verosimilitud del filme, nuestro empeño está dirigido a examinar lo que el argumento plantea.

En el psicoanálisis, la fantasía es la expresión mental de los impulsos libidinales y agresivos, así como de los mecanismos de defensa contra esos impulsos. Freud la consideraba como una estrategia para alcanzar un placer posible mediante un objeto imposible. Así, como actividad psíquica, la fantasía tiene la facultad de evocar imágenes, impresiones sensoriales, de inventar, de crear, de concebir.

En el caso específico de Cecilia, podemos definir que su fantasía radica, precisamente, en el ser perseguida. Es la certeza de que Griffin irá siempre detrás de ella la que le proporciona estructura, significado. De este modo, la pregunta que debemos hacernos no es si su paranoia está justificada o no, sino más bien porqué ella la necesita para definir su identidad.

En una de las primeras secuencias, Cecilia le comenta a su hermana Emily (Harriet Dyer) y a su exesposo, James (Aldis Hodge) que Griffin, controlador como es, le ha despojado de toda identidad: le decía cómo vestir, cómo actuar y hasta cómo debía pensar.

El argumento resulta paradójico, toda vez que Griffin decide voluntariamente perder su identidad —no solo haciéndose invisible sino fingiendo su muerte—, mientras que Cecilia carece de ella.

Para Cecilia, Griffin es semejante a ese gran Otro que conspira, que tira de los hilos. Pero como plantea la doctrina lacaniana, toda pérdida de identidad dentro del Gran Otro, va seguida de la separación del gran Otro. Žižek menciona:

La separación del gran Otro tiene lugar cuando el sujeto se da cuenta de que el gran Otro es en sí mismo carente de sustancia, puramente virtual. La fantasía intenta llenar, así, estas carencias del Otro y no las del sujeto.

Es decir, intenta (re)constituir la sustancia del gran Otro. Por ello, la fantasía y la paranoia están indisolublemente unidos, la paranoia es, a un nivel elemental, la creencia en un «Otro del Otro», un Otro más que, escondido tras el Otro del tejido social explícito, programa los efectos (que a nosotros nos parecen) imprevisibles de la vida social y, de este modo, garantiza su consistencia.

En el filme, Cecilia necesita de ese otro que defina su identidad. De este modo, la pregunta que le hace a Griffin: «¿Por qué yo? Podrías tener la mujer que quisieras, ¿por qué me elegiste a mi?» es su forma de interrogar a esa autoridad que  la define. Es el Che vuoi? lacaniano. ¿Qué quieres de mi? ¿Por qué soy lo que dices que soy? ¿Si me amas, porqué me haces sufrir?

el hombre invisible escena 2

Al igual que el Griffin de la novela de Wells, Cecilia requiere que se le otorgue el papel que debe desempeñar. La angustia sobreviene cuando ese Otro no solo es invisible sino que decide no responderle.

Sin una respuesta clara, Cecilia debe darle sentido a ese abismo. Para ello recurre al otro aspecto fundamental: la imagen negativa que los demás tienen de ella.

Por un lado, su propia hermana es incapaz de creerle cuando Cecilia le asegura que ha sido Griffin quien ha mandado un correo desagradable en su nombre. Emily ni siquiera le concede el privilegio de la duda. Lo mismo ocurre cuando Sydney (Storm Reid), la hija de James, es empujada de forma violenta por el hombre invisible. Sydney termina culpando a Cecilia de haber sido ella quien la agredió.

Poco a poco, Cecilia se va percatando que todos tienen una idea preconcebida acerca de ella —loca, agresiva, paranoica— y no importa lo que haga, jamás logrará hacerlos cambiar de parecer.

Esto, precisamente, es lo que le ayuda a reconstituir su identidad luego de Griffin. Si bien, al principio era él quien decidía cómo debía comportarse, ahora el entorno es mucho mayor. Todos ellos —Sydney, James, Emily, incluso la policía y los psiquiatras que la internan— la consideran una desequilibrada, capaz de las mayores atrocidades, incluso matar a su propia hermana.

El hombre invisible 2020 Cecilia Kass

En tales circunstancias, no constituye ninguna sorpresa que a Cecilia le resulte tan sencillo definir su personalidad con base en lo que ya piensan de ella. Dicho de una forma más coloquial, se vuelve una asesina porque es lo que la sociedad espera de ella. De hecho, ya la ha condenado por ello.

Al final, Cecilia se vuelve todo aquello de lo que ha sido acusada y al hacerlo, adquiere el control de la situación. Tal control está, por supuesto, representado en la figura de Zeus, el perro. Al inicio, Cecilia huye, pero se siente incapaz de hacerse responsable por otro ser vivo. Posteriormente, cuando Zeus aparece por segunda vez, le salva la vida a Cecilia. Finalmente, una vez que ella ha logrado tomar el control adopta al perro sin pensarlo dos veces.

De este modo, podemos observar cómo ambos personajes —Griffin en la novela y Cecilia en el filme— nos muestran aspectos distintos de ese proceso que conocemos como conformación de la identidad.

A pesar de lo diametralmente distintas que son, el horror que ambas historias tienen en común radica en la soledad y el anonimato. Tanto Griffin como Cecilia sufren las consecuencias de ser despojados de su identidad de forma relativamente involuntaria. Pero también experimentan lo que es quedarse solos, sin el apoyo de amigos o familiares.

Ese es, quizás, el aspecto más espantoso de ambas historias: no tanto el ser invisible sino el ser despojado de nuestra humanidad; pasar desapercibido, ser menos que un hombre.


[1] Seminario II: El yo en la teoría de Freud y en la técnica psicoanalítica, Barcelona: Paidós, 1983.

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